El malestar social en el país azteca ha ido en aumento, y concitado al mismo tiempo una enorme solidaridad internacional, en la que organismos como las Naciones Unidas, Amnistía Internacional, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y varios jefes de Estado, como el presidente Barack Obama, de los Estados Unidos, reclaman de manera contundente que las autoridades mexicanas se pongan en un plan serio de investigación que arroje como resultado la captura y castigo ejemplar para los responsables de la que ya se da por descontado, ha sido una nueva matanza.
Justamente la presión internacional ha obligado a las autoridades locales a actuar, con resultados como la detención del alcalde de Iguala y su esposa, comprometidos en la desaparición de los estudiantes y su posterior entrega, a través de la policía local, a bandas de narcotraficantes. La destitución del gobernador del estado de Guerrero, comprometido también con el crimen organizado, y al menos otras cincuenta personas, incluidos tres miembros del cartel de los Hermanos Guerreros, que confesaron haber incinerado y arrojado a un río los restos de los estudiantes.
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Muertes y desapariciones
La indignación de las organizaciones sociales mexicanas va más allá de la exigencia de revelar
quiénes son los autores intelectuales del crimen de Ayotzinapa o de señalar eventuales expresiones de corrupción de la familia presidencial. El carácter atroz y la saña con que fue cometido el crimen de los normalistas en la población de Iguala desnuda el papel que jugó el Estado como responsable de que se diera esta situación y los sujetos sociales a los que se agredió.
No es la primera vez que se cometen crímenes contra individuos calificados como actores sociales del movimiento democrático y progresista. Hacía pocas semanas, en la misma localidad fueron asesinados dos líderes del movimiento Unión Popular, y la responsabilidad por el crimen apunta al mismo alcalde ahora en prisión. Tampoco es la primera vez que estudiantes normalistas son objeto de asesinatos selectivos.
Desde que se escaló una nueva etapa de la lucha contra los carteles del narcotráfico, especialmente bajo las administraciones de los últimos dos presidentes, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, la Procuraduría General de la Nación registra una cifra de más de cien mil muertos en hechos violentos, incluyendo los feminicidios de Ciudad Juárez y otras zonas del país; y un escalofriante registro de entre 24 y 26 mil desaparecidos.
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Analistas de los hechos de México coinciden en señalar que estos configuran un agotamiento del modelo neoliberal de desarrollo, causante de la situación de penurias y frustración social en que se
encuentran amplias masas de trabajadores, estudiantes, campesinos e indígenas.
Anhelos frustrados
Y este desgaste, sumado al surgimiento de un poder mafioso que cogobierna, que ha penetrado hasta las más altas instancias del poder político, policial y judicial, se expresa en desapariciones como la de Ayotzinapa, en matanzas selectivas contra grupos sociales como los estudiantes, las mujeres, los indígenas; en el incumplimiento de la ley, por cuanto este largo historial de crímenes, en general queda en la impunidad y los pocos procesos judiciales que se inician se mueven a paso de tortuga o no llegan a un estudio concluyente.
Los problemas sociales se conectan entre sí, volviéndose crónicos, y la burguesía mexicana, que se convirtió en apéndice del capital transnacional y se divorció de las penurias de su pueblo, ha conducido a un modelo de estado fallido. Por eso los manifestantes de las ciudades mexicanas reclaman la renuncia de Peña Nieto, pero también un cambio de modelo, una nueva geometría del poder popular, que tome en cuenta las frustraciones ancestrales y los anhelos de justicia de millones de mexicanos.
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